Socorro (Luisa Huertas), fumadora empedernida y malhablada, una abogada veterana que no puede tolerar a ningún tonto, se aferra a la memoria de su hermano fallecido como una cadena que la mantiene cautiva y el motor que la mantiene funcionando en “No nos moverán”, el abrasador y bien elaborado debut cinematográfico del escritor y director Pierre Saint-Martin. El sonido de un helicóptero persigue a Socorro, quien utiliza audífonos, ya sea como un mal augurio del pasado lejano o como advertencia del oscuro camino que toma en su incesante búsqueda de represalias. En la secuencia inicial de esta pieza de cámara en blanco y negro, la mirada penetrante de Huerta apunta directamente hacia la lente, como si Socorro reconociera la intrusión del espectador en su microcosmos.
Coque, su hermano, murió a manos de un soldado durante la masacre de estudiantes autorizada por el estado que devastó el complejo de departamentos de Tlatelolco en la Ciudad de México el 2 de octubre de 1968. Y durante 50 años, Socorro ha buscado el nombre del asesino. Imágenes documentales de las protestas que condujeron al derramamiento de sangre sirven como prólogo de la película. A través de un rostro perpetuamente enojado, el feroz y magnético Huertas imbuye a esta mujer de una convicción virulenta, esculpida a partir de una vida de sufrimiento que pesa mucho sobre su cuerpo desgastado y su alma destrozada. Su resolución impulsada por la culpa es abrumadora y patológica. Parece atrapada reuniéndose con clientes en el apartamento, como si todavía estuviera esperando el regreso de Coque. Por un momento, estas sospechas la convencen de que se ha reencarnado en una paloma blanca.
En su casa, una fortaleza de archivos y documentos recopilados a lo largo de una vida dedicada a lograr justicia para los demás por cualquier medio necesario (no está por encima de la violencia o la corrupción como medio para lograr un fin), Socorro interactúa con su angustiado hijo Jorge (Pedro Hernández), un periodista desempleado; su nuera, Lucía (la actriz argentina Agustina Quinci); y su ex hermana, Esperanza (Rebeca Manríquez). El mundo exterior entra en su campo de visión en forma de una divertida conversación telefónica con su antiguo mentor, Cardiani (Juan Carlos Colombo), y las visitas que le hace Sidarta (José Alberto Patiño), un pseudoasistente vertiginoso pero leal. El carisma de Patiño equilibra la severidad del papel de Huertas.
“La justicia en este país es para los ricos o los que tienen poder”, le dice Socorro a Sidarta, con los ojos llenos de asertiva sabiduría, una vez que su incipiente amargura finalmente puede canalizarse en acción. Un paquete de un antiguo contacto revela el nombre del hombre que busca. Socorro pone en marcha su plan “ojo por ojo”, y Sidarta cumple sus órdenes. En este retrato de rabia ineludible, Saint-Martin y el coguionista Iker Compeán Leroux describen astutamente la tragedia histórica más amplia del destino individual de Socorro: cómo los acontecimientos moldearon en quién se convirtió y cómo sus relaciones continúan sufriendo por su determinación.
Cada una de las relaciones humanas de Socorro parece basada en una historia compartida y ligeramente impregnada de matices cómicos ácidos, incluso si las partes secundarias tienen un tiempo de pantalla limitado. Sidarta actúa como una especie de representante de su verdadero hijo, a quien nombró en honor a Coque (un apodo para los que se llaman Jorge), y sobre quien ella está cargada de expectativas (o al menos eso es lo que él siente). Y es en su amistad maternal con Lucía, especialmente durante una noche de borrachera, donde brillan destellos de la personalidad de Socorro más allá del resentimiento. La versión de sí misma a la que le encantaba bailar y disfrutaba de muchos amantes no quedó completamente enterrada.
En habitaciones llenas de humo, reflejadas en un espejo redondo, o mientras las plumas de palomas imaginarias e inocentes caen a su alrededor, en episodios desorientadores que surgen del deterioro de su salud, la cámara del director de fotografía César Gutiérrez Miranda acaricia el rostro de Huertas como el activo irreemplazable que ella es para la película. En forma y tono, Saint-Martin también rinde homenaje a “Temporada de patos”, otra película independiente mexicana en blanco y negro ambientada en los apartamentos de Tlatelolco, la de su ex profesor de guion y consumado cineasta Fernando Eimbcke. (Aparece un DVD de la película sobre la mayoría de edad de 2004).
Al hacer una película sobre el pasado que se desarrolla en el presente, Saint-Martin formula una crítica a las heridas no cicatrizadas de su país, que, en lugar de cauterizarse con el tiempo, permanecen abiertas mientras la corrupción enconada y los abusos de poder que oscurecieron la verdad sobre las muertes de los estudiantes siguen vigentes. Cuando Socorro llama a un juez que conoció para pedirle un favor, lo chantajea con información desagradable. Justo antes de colgar, le recuerda que ya no es sólo un juez, sino un magistrado. No sólo nunca se le hizo responsable de sus tratos cuestionables; más bien, lo habían ascendido a un puesto más alto en el sistema “judicial”. El hecho de que Socorro termine buscando ayuda del tipo de criminales que alguna vez juró nunca defender confirma su situación comprometida. Nadie aquí es una “paloma blanca” perfecta, sino más bien palomas grises comunes, marcadas por contradicciones matizadas.
“Es un pecado olvidar a los que hemos perdido y debemos hacerles justicia”, le dice solemnemente Socorro a Lucía cuando recuerda la suerte de sus abuelos durante la dictadura militar argentina. Pero, ¿llegará Socorro alguna vez a aceptar que es igualmente una ofensa reducir la propia vida al dolor y la furia, desperdiciarla toda por la promesa de infligir algún día dolor a los arquitectos de nuestro abatimiento? Saint-Martin rechaza el perdón fácil, aquel que nos empuja a poner la otra mejilla y permanecer estáticos ante las transgresiones. El camino a seguir, sugiere, no es absolver a los culpables ni negar la tristeza que uno ha soportado, sino mantener quieto el recuerdo con todos sus matices, incluidos los grabados a la luz. La resistencia duradera también puede significar sobrevivir sin sucumbir a la desesperación.



