Cuando yo era niño en Argentina, mi padre llegaba a casa con la ropa completamente manchada de sangre. Todos los días miraba las extrañas formas rojas en su traje blanco e imaginaba que traía esa sangre mientras luchaba contra monstruos o adversarios.
Treinta años después, le pedí a mi padre que me mostrara su antiguo lugar de trabajo: el matadero. Quería descubrir el lugar que antes me estaba prohibido, conocer a los hombres que hoy trabajan allí y que se parecen a lo que imaginaba que sería mi padre cuando era más joven.
Al final de cada jornada de trabajo, invitamos a los trabajadores a sentarse con nosotros y hablar en una tienda de campaña portátil que construimos lejos del ruido del matadero. Se corrió la voz de nuestro documental entre ellos y los escuché animándose mutuamente a participar: “Es muy simple. Entras en la tienda y un chico te pregunta: ¿cómo estás? Y luego le cuentas tu vida”. No podría haberlo explicado mejor que eso.
El trabajo con cuchillos se mencionó aquí y allá, pero me sorprendió la cantidad de niños y padres (o la falta de ellos) que surgieron en todas mis conversaciones con los trabajadores. Por un momento, el objetivo del verdugo quedó afuera. Juntos, dentro de la tienda, estudiamos cómo nos relacionamos entre nosotros, como hombres. ¿Es un linaje, una herida de guerra o una oportunidad para la hermandad?



